Al fondo de la sala una bandera gigante de Chile estuvo colgada durante todo un mes, porque no había que esperar a septiembre para sentirse chileno y no había que ser demasiado nacionalista como para apoyar a la selección de tu país en un mundial de fútbol. Más, es necesario tener en cuenta, que en tercero básico es difícil lograr dimensionar lo que significa un mundial, y que en contraposición a ello, un niño reacciona de forma genuina a ciertos fenómenos sociales a su alrededor. Y asi fue, todo estaba un poco revolucionado, incluso en aquellas pequeñas ciudades nortinas en donde el ritmo de vida permite a su gente hacer la pausa sin tener que preocuparse por cosas como la productividad y la eficiencia.
La profesora de ese curso estaba más expectante que todos sus alumnos juntos, uno bien participativo y bullicioso llevó un bombo mediano y fue instalado bajo la bandera, turnados para ir golpeándolo y arrimando esos ce-hache-i con otro de esos bulliciosos que apenas entendían las operaciones básicas de matemática, pero bien podía aprenderse hasta la fecha en que murió la abuelita de Pedro Reyes. Todo era risa y ansiedad, y Carcuro ese miércoles diecisiete de Junio ilusionaba a un país hablando de una buena actuación ante Italia hace menos de una semana. Ante esos reiterados gritos y el bombo que sonaba sin parar, la profesora les llamó la atención, y unos días después en el tercer partido de primera ronda le terminaría pasando la cuenta a uno de ellos con una anotación de cinco líneas por decir un garabato inmediatamente después de la palabra negro.
Ahí estaban los equipos comenzando a cantar sus himnos nacionales, y frente al televisor
la más ingenua solemnidad de unas pequeñas ratas que cantaban como si estuvieran en Saint Etiene.
En el tiempo previo, entre juntar el álbum y en cuadernos viejos anotar los grupos proponiendo las más variadas elucubraciones, se pensaba en Chile perdiendo en cuartos de final con Dinamarca como el final de esa historia, pero todos conocemos cómo fue que se dieron las cosas finalmente. Los noticieros de los días anterior al cotejo representaban a este como la oportunidad perfecta para vengar ese famoso penal de Caszely y lo del mundial del 82, más todo eso que hablaban los vecinos con sus tiernas poncheras y vago conocimiento estadístico de Chile en los mundiales. Lo que si todos tenían claro era que ese partido había que ganarlo si o si, para tratar de ir asegurando la clasificación a segunda ronda y ojalá no toparse a Brasil en ella.
En los momentos exactos al gol de Chile ya habían críticas infundadas contra el equipo, que de un segundo a otro pasaron al olvido, y se desató esa algarabía característica de la alegría instantánea que suele demostrar de la forma más gráfica posible y restringida, lo disímil de una sociedad acostumbrada a no ver demasiados resultados deportivos satisfactorios y que ante el primer indicio de éxito suele empaparse al máximo sin guardar la prudencia en cuanto a lo que puede venir. Cosas que hace más de una década era posible apreciarlos en una sala de clases con niños formando lo más esencial de sus aprendizajes, y que aún hoy, siguen siendo defectos de una generalidad, provocada ya sea por los medios de comunicación masiva, la opinión pública-privada y ese extraño germen incomprensible de confianza excesiva.
Ya con Chile ganando uno a cero al final del segundo tiempo, sólo esperaban que todo acabara lo más rápido posible moviendo los pies y extendiendo las manos. Todo era silencio, silencio la profesora, silencio el bombo, silencio el televisor, excepto una persona. Esa típica niñita en su tono burlesco, caprichoso y mimado comenzó a vociferar el empate de Austria como un hecho casi seguro e inevitable. Los demás divididos entre la mirada de reojo y la indiferencia, sólo se limitaban a no despegarse de la imagen en movimiento. Empecinada en esa idea compulsiva de tener que compartirla, de pronto ese nerviosismo, esos segundos que frente a un televisor se vuelven eternos, esa sensación de acabar una angustia para lograr respirar con tranquilidad se tradujeron en uno de los silencios más profundos y decepcionantes a la corta edad de aquellos que vivían esas cosas de forma intensa. Ese maldito gol de Vastic a los cuarenta y seis del segundo tiempo sólo venía a corroborar ese viejo cliché de ser un país salado deportivamente y en especial en el fútbol, e incluso para aquellos preferían darle connotación divina, una deuda del Dios para con un pueblo que de vez en cuando debía pagarla, y con ese deporte masivo y multitudinario. Otros simplemente hasta el día de hoy siguen pensando que todo fue culpa de las palabras de una mal intencionada niñita que no supo medir lo que decía.
back home